Mi abuela Rita

Yijhan Rentería Salazar

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La casa se había hecho pequeña para las seis personas que ahora vivíamos en ella. Fue mía la idea de alargarla tres metros hacia el patio trasero, una solución con la que todos estuvieron de acuerdo. Y las cosas habrían sido perfectas de no ser por el asunto del limonero de veintisiete años que se aferraba al suelo a diez pasos del final de la casa.

 ––Hay que cortarlo. No puede quedarse ahí ––dijo mi madre mientras el jornalero que habíamos contratado observaba la situación a la espera de la orden para tirarlo abajo.

Dejé la decisión suspendida mientras entré a la cocina a tomar café. Ese limonero, el árbol de chirimoya que mi madre ya había mandado a cortar y el aguacate que el vendaval del junio pasado arrasó desde las raíces habían sido sembrados por mi abuela. Eran mi forma de mantenerla viva tras seis años de muerta. Caminé de nuevo hacia el patio entre la indecisión y el hastío del café, demasiado dulzón para mi gusto. A mitad de camino, como por efecto de un interruptor, se encendió en mi cabeza la solución.

––¿Podemos trasplantarlo, don José? ––pregunté. Su cara revelaba la dificultad del asunto.

––Es muy grande, y con esas espinas es muy duro moverlo, lo chuza todo a uno…

––¿Y si le ayudamos?

Mi madre, seducida por la idea de que el árbol sostendría el terreno, se unió al pedido. El hombre aceptó sin remedio trasladarlo al final erosionado del patio. En las últimas dos décadas, las fauces de un precipicio le habían robado cinco metros al terreno.

Con cada palada de don José para agrandar el orificio donde lo plantaríamos, se ensanchaba en mi cabeza la memoria de mi abuela Rita. El perfume de la tierra mojada; el machete clavado en el suelo y la taza con restos de café sobre el tallo trunco del chirimoyo disparaban el recuerdo. Vino a mí uno de los tantos días en que la acompañé a cuidar el patio de una de las casas que ella misma levantó para sus hijos. Un colchón de hojas secas se extendía en el lugar. El amarillo de las guayabas dulces y agrias resaltaba entre la hojarasca. Hacia el final del patio, cerca de la quebrada, un par de guanábanos habían madurado sus frutos. En los costados comenzaban a crecer los racimos de bananos y primitivos. Mi abuela rió al ver todas las papayas agujereadas por los pájaros. Mientras surcaba y resembraba algunas plántulas recordó a Francisco, el padre de sus segundos mellizos:

  ––Era un pendejo, un vendido… Uno a veces se arrepiente de juntarse con cierta gente ––dijo––. Me mantuvo cansada hablándome siempre de las correrías del papá y sus amigos gringos, unos tipos que llegaron al Chocó buscando oro como en 1919. El viejo les facilitó todo: habló con el intendente, les prestó un rancho para quedarse y hasta les hizo de mandadero. Al año empezaron a hacer plata y le dejaron de hablar; nunca le pagaron. En esa pobreza nació Francisco, en el 22, mija. Pero él se vanagloriaba diciendo que su papá fue muy amigo de los gringos de la Chocó Pacífico. Dígame si no era un pendejo. Me acordé de él porque a veces, estando yo en Buchadó, limpiaba el patio así como ahora, y Francisco, en vez de ayudar con el azadón o el machete, contaba las historias del papá y sus amigos gringos, como si eso fuera mucha cosa. También me echaba piropos de lo bonita que tenía la espalda, de lo lisa que era mi piel. Era un baboso ––terminó esa vez, mientras hacía un no con la cabeza.

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A Francisco lo había conocido por puro azar en el 54, durante las fiestas de Bebaramá. Él aguardaba en el muelle mientras ella desembarcó tan desprevenidamente que le pisoteó la maleta. Se apresuró para reclamarle, pero cuando quiso balbucear la primera palabra, ya Rita había liberado su carcajada. Él pronto advirtió la gracia con que se le movían los hombros al compás de la risa; rió también y le extendió la mano para ayudarla a enderezarse. No se embarcó.

En la noche, decidido a verla, llevó puestas todas sus alhajas. Cuatro anillos en la mano derecha para darle el saludo y uno en el dedo índice de la izquierda por si debía señalar algo. Aunque Francisco bebió durante toda la fiesta, la ira le impidió emborracharse. Fue sólo uno de los muchos parejos con los que ella bailó esa noche. La conversación fue tan escasa que apenas le alcanzó para saber su nombre y que tenía tres hijos. Sobre la media mañana se arrepentía de no haber zarpado Atrato abajo, estaría cortando madera en Cacarica y no aquí mordiéndose las tripas de la rabia. Era jornalero de una empresa renombrada que llevaba maderas del Chocó para fabricar muebles y contrachapado a la capital del país.

Mi abuela me contó que dos días después se encontraron en el río y él no vaciló en reclamarle. Ella le aclaró que había ido a pasar las fiestas con su familia, por eso había bailado con sus primos y no con él, no era para tanto.  Para finales de junio, con el asunto olvidado, el enamoramiento era evidente.  Él subió un par de veces a Quibdó para verla. Pasaban juntos tanto tiempo como la geografía y sus vidas ocupadas les permitían.

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Entre idas y venidas por el río se hicieron fuertes los amores y seis meses después, en navidad, mi abuela Rita y sus tres hijos se embarcaron hacia Buchadó, donde Francisco vivía solo con su mamá, quien sin miramientos le reprochaba en voz alta haberse juntado con una madre de tres hijos que no eran suyos. Él pasaba los días cortando madera río abajo y regresaba cada fin de semana. Para Rita fueron tiempos difíciles junto a su suegra. Por instantes recordaba las advertencias de sus primos y sus intentos de persuadirla de no irse a vivir Atrato abajo. Le contaban historias de muertos que bajaban descompuestos por el río; champas atacadas por la chusma que disparaba contra cualquiera y caseríos desocupados por los bandidos en un solo día.  Le quitó el sueño la historia de un matrimonio que se celebraba con una balsada cuando llegaron los chusmeros y se llevaron al novio. Le contaron la leyenda de uno que asesinó a un recién nacido con su bayoneta y días después corría loco por la orilla diciendo escuchar el llanto de la criatura.  Aunque no vio aquellos horrores con sus propios ojos, vivir con su suegra Amanda fue suficientemente tortuoso: le restringía el uso del fogón, el agua azufrada para beber, el petróleo para las lámparas y los momentos de risa con los niños.

La casa era fresca y espaciosa, cabían todos con holgura suficiente como para evitar ver a su suegra de rato en rato. Atrás, a la distancia de cuatro escalones de madera, se extendía el mar de tierra que era el patio, sembrado hasta donde alcanzaba la vista. Para mi abuela, la siembra era consuelo y refugio. Plantaba hierbas aromáticas para las comidas, caña agria para los rebotes de lombrices de sus hijos, amansajusticia y dormidera para aplacar a la vieja Amanda, sauco y escancel para refrescar a Francisco a su regreso y florales caprichosos que escupían al suelo los capullos sin abrir.

Poco después de llegar, la rutina de sobrellevar a su suegra, cultivar sembrados que no eran suyos, cuidar de sus hijos y recibir el pescado que su marido mandaba desde río abajo, había empezado a hartarla. Le pidió a Francisco que la llevara a su trabajo, quería ver ese lugar que él le había descrito como gigantesco y difícil. Él se negó, no era lugar para mujeres; ella insistió la semana entera hasta que ell hombre dejó de responderle. Aprovechó la oportunidad de su silencio y se apresuró a alistar todo para la salida. Una vecina solitaria con la que hizo amistad aceptó quedarse con los niños.

En el puerto, Rita se sentó junto a Francisco con determinación, aún no aclaraba el día cuando el sonido de la lancha se hizo cercano. Se puso de pie y fue la primera en subir, se sentó en la mitad de la embarcación y reservó un puesto para él.

––Estás tentando al diablo ––fue lo único que le dijo Francisco durante el viaje.

 Mi abuela y yo habíamos terminado de limpiar la mitad del patio, ella hizo una pausa para erguirse. Con la mano izquierda sobre el palo del azadón y la barbilla sobre la mano, continuó:

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 ––Cuando vi ese peladero, mija, sentí como un frío… Para donde volteaba se veían los troncos cortados de los abarcos. En un momentico cortaron cinco y seis palos… Le pregunté a Francisco lo que pasaba con esa tierra después y me respondió que cómo así, que qué iba a pasar, que nada, que eso quedaba así y que si iba a empezar a preguntar pendejadas me devolvía esa misma tarde. Esos corteros trabajaban duro: mientras los unos talaban los otros sacaban del camino los árboles más pequeños y así podían arrastrar los troncos hasta el canal  que ellos mismos habían abierto para dejar entrar el río y sacar la madera en un planchón hacia el Atrato. El viernes de esa semana, antes de regresar a Buchadó, vi el canal por primera vez: había como quinientos palos balseando, ahí, muertos de verdad y Francisco me decía que eso era poquito para lo que daba el monte. Los animales se buscaban otro lugar y eso era todo. Yo me preguntaba para qué tanta madera, como si fueran a construir un pueblo entero.

Mi abuela detuvo el relato mientras entrábamos a la casa, se sacó un cigarro sin filtro del bolsillo de la falda y se tanteó las trenzas buscando un fósforo, lo encendió frotándolo contra la piedra molendera, fumó un par de veces y se puso el extremo encendido dentro de la boca. Con el pasado removido entre las arrugas de la cara y luego de enturbiar el aire de la cocina con un humo denso, siguió hablándome con la dicción enrarecida por la candela junto a la lengua:

 ––Volví allá otras dos veces, la última fue en la primera semana de febrero del 57, la jornada era cada vez más adentro en el monte y se veían más animales enloquecidos buscando otro lugar para meterse. Ardillas, monos, pájaros, arañas, culebras; todos correteando el monte al igual que los corteros. Ese último día un cortero disparó dos veces con su escopeta. Entre las ramas vimos a un perezoso caer de una en una tratando de sostenerse con un brazo. Cayó como anudándose varias veces sobre su propio cuerpo. Cuando estuvo quieto, el hombre se acercó y lo sacudió del brazo, poniéndolo boca arriba. Ahí estaban las dos crías mamando de la madre muerta que todavía los abrazaba. Tu abuelo se rió y dijo: Vean este par de vergajos, y todos soltaron la carcajada. Cuando el planchón nos sacaba hacia el río, yo iba pensando “este no es hombre pa mí”. ¿Qué hacía yo con un cortero?

 ––¿Y entonces qué hizo abuela? ––pregunté.

 ––Nada, ya qué… Estaba preñada.      

Con su tercer embarazo a cuestas, Rita se alistaba sembrando nacederos cerca del agua. Le ayudarían a perder la panza rápido y a recomponerse tras el parto. Aunque crecían como maleza en orillas tranquilas, ella decidió sembrar los suyos. Los puso en el hoyo mientras invocaba todas sus propiedades y les susurraba lo que quería de ellos.  En eso estaba cuando una presencia extraña se le hizo cierta. Dio prisa al rezo. Si ojos traen… y puso un puño de tierra en el orificio. Si manos traen… y el sonido acelerado del agua le pareció más intenso… No me hagan daño, amén.  La oración o la certeza  le sacudieron el miedo. ¿Necesita algo?, preguntó sin darse vuelta. No, pero quiero saber qué hierba mala le estás metiendo a mi patio para dañarme los sembrados, le contestó Amanda. Mi abuela no musitó palabra.

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Ella, que prefería aguantar a Francisco solo que a Francisco y su madre, no dudó en aceptarle la propuesta de irse a vivir con él a Cacarica. Sabía que lo vería apenas por las noches entre semana cansado, con ganas de un baño y de dormir luego de la cena. Luego los viernes él subiría el río para estar con su mamá hasta el domingo. Disfrutaría de esa paz. Solo pidió que la casa tuviera sembrados, o al menos tierra. Cacarica era una vereda pequeña por donde pasaban hacia el Atrato chilapos de Turbo, tules de la frontera con Panamá, emberas de monte adentro. Había siempre con quien intercambiar una buena historia mientras los niños se acercaban discretamente, jugando a disfrazar su intromisión en las conversaciones adultas.

Sus hijos, que aún no tenían edad de ir a la escuela, se encariñaron con un par de perros sin doliente que Rita cebó con comida diaria y baños para extraer las garrapatas. Eran una caravana de cinco entre los caminos. Comían moras de monte durante los mandados.  Chico y Rinti, como los llamaron, abandonaron el aspecto fantasmal de los primeros días para mostrar el brillo del pelaje café y negro en lugar de esa pelusa de misericordia que tenían antes. Ladraban enérgicos mientras jugueteaban con los niños frente a la casa.

Hubo tiempo seco entre marzo y abril. La subienda era abundante en el Atrato y en los ríos cercanos. Los niños se permitían la glotonería de iniciar una posta de pescado y pasarse a otra para probar distintos sabores. Las sobras eran arrojadas a las gallinas a la mañana siguiente.

El silencio sostenido de la Semana Santa se puso sobre los ríos, se suspendió la siembra, la caza y la tala en el monte. No se navegaba en los días santos y el olvido de ese detalle le significó a Francisco quedarse con Rita y no con su madre. No se lamentó, disfrutaba los momentos en que podía contemplar la enorme panza a contraluz. Una risa nerviosa tomaba su cara cuando parecía ver olas bajo la piel de mi abuela. Fueron días calmos hasta que irrumpieron vientos bulliciosos que sacudieron los techos de las casas y levantaron objetos livianos del suelo.

Llovió sin pausa desde la noche del sábado hasta el domingo al mediodía. El río crecía aceleradamente. Todos sintieron miedo. El agua rozaba el tercero de los cuatro escalones de la entrada de la casa cuando Francisco le pidió a mi abuela recoger las sábanas, la ropa, las manoplas y los gorritos que había estado tejiendo para el bebé. El río subía entre las ranuras del piso de la sala y los niños estaban aterrados. Eva consolaba a Esteban, su mellizo tres horas menor; Marcos lloraba a gritos aferrado a las piernas de su madre, le miraba la cara tratando de evitar ver el agua casi en sus rodillas. Francisco clavó dos mesones de madera contra una esquina de la sala y sobre ellos una tarima de tablones gruesos. Allí subió a Rita y a los niños. ¡Chico y Rinti!, dijo Marcos en medio de un llanto lastimero al percatarse de que habían dejado de ladrar.

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Francisco, que sufría de asma, los había atado a los guayacanes de la puerta trasera. Con el agua a la cintura se movió por el pasillo, tomó una bocanada de aire, se sumergió, alcanzó una de las cuerdas y la jaló un par de veces, la fuerza del agua ajustó el lazo hasta ahorcar a Rinti. La otra cuerda se había roto en la mitad. Los pequeños lloraron los nombres de sus perros hasta dormirse, casi flotando sobre la plataforma de madera.

Tres meses después, en su lecho de parida, Rita odiaba a Francisco como nunca antes. Empezó a dejar de pensarlo mientras amamantaba a sus hijos en turnos cortos para sortear el llanto; cada uno en una teta por un rato, y luego en la otra en un malabar que a esas alturas conocía bien. Ella decía que de un seno le salía agua y del otro leche, si asignaba un lado permanente a cada mellizo, uno de los dos moriría lentamente de hambre. Dejar de amamantarlos era volver a la congoja.

Conservaba vivo el recuerdo de ese domingo de resurrección cuando las palizadas que los corteros lanzaron al río en el tiempo seco crearon un dique que estrechó el caudal con su maraña de troncos y ramas. El río se hizo una bomba de tiempo que explotó llevándose sembrados y potreros completos; dejando a la gente sin techo y a sus hijos en duelo. Sus mellizos nacieron en Buchadó, en las manos inclementes de su suegra. Pasados los cuarenta días de guardar tras el parto, tomó nuevamente a sus hijos y navegó Atrato arriba hasta Quibdó. Desempolvó su casa y retomó su horno de panadería, su vida y su libertad con bríos renovados. Cinco bocas la querían fuerte.

Puse un puntal a un costado del limonero para darle equilibrio y soporte mientras rellenábamos el hoyo de resiembra. Don José con la pala y yo con las manos. Es un arbusto tan soberbio que lucía con cierta gracia la evidente mutilación de sus ramas. Pagué el precio; con los brazos lacerados por las púas y un hilo de sangre ya seca sobre la ceja derecha, di dos pasos hacia atrás para contemplarlo. Sin duda era como Rita, incólume a pesar de las heridas, de las pérdidas, de las mudanzas. Siempre se puede volver a echar raíces, dije alto en una fuga de pensamiento mientras veía todo con la opacidad de las lágrimas que no dejé salir. Un mar de imágenes recorría mi cabeza. La vi haciéndome sobijos para el dolor de barriga; la vi en una tarde caminando loma arriba con el machete en la mano derecha y su falda a media pierna donde empezaban las botas, siempre de medio luto resistiéndose al color; la vi detrás del humo del cigarro que fumaba sin pausa durante sus faenas; la vi tejiendo trenzas en sus cabellos blancos; vi su gesto de fastidio cuando la llamábamos a comer; la vi amasando hierbas para limpiar el aura de la casa en los malos tiempos; la vi hablando sola entre las citronelas de un rincón del patio.

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Ella, que dio vida en contra de la corriente, que paría mellizos en las orillas que arrastraban tantos muertos, que se unió a un predador de la selva y se resistió a él sembrando los caminos que recorrieron juntos; ella, que se murió tranquila cuando quiso, tomó mis manos y las llevó hasta el suelo del patio para poner más tierra a la raíz del limonero.  En un momento quise llorar de nuevo pero me pregunté si Rita alguna vez había llorado por otra cosa que no fueran sus muertos. Me detuve. Volví a la cocina. El olor de la tierra revuelta colándose por la ventana era un bálsamo para mi alma que atravesaba las celosías arriba del fregadero. Colé la mirada varias veces para encontrar el limonero que desprendía lentamente con una ramita el barro de la suela de mis zapatos.

Yijhan Rentería was trained as a linguist, but got bored of that. She earned a diploma in creative writing from the Caro y Cuervo. Mi Abuela Rita was the endresult of his involvement in the program. Rentería's story was first published in the Maletín de Relatos Pacíficos by the Instituto Caro y Cuervo y Fondo Acción in 2017. 

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