El caudillo de la boca azul

Claudia Paredes Guinand

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Gerard es blanco, más blanco que los demás compañeros de clase, pero su boca ha sido azul desde que lo conocí, hace un par de meses. 

Gonzalo, en cambio, es moreno. Casi no abre la boca, ni siquiera cuando tenemos sexo, pero sé que no la tiene azul. El domingo la vi muy de cerca, cuando me leía en voz alta, y luego pausaba, y decía en voz muy baja que sí, que quizás sí tenía un problema.

Hoy, como cada miércoles, Gerard empieza la clase negándose a botar el chicle. Tengo que advertirle que si no lo bota, lo boto yo a él fuera del salón. No me gusta sacarlos de clase, pero con Gerard todo se complica. Sacándome la lengua, se dirige hacia la basura en cuatro patas y luego gime como un orangután o un burro, no me queda claro. Algún compañero se ríe, pero la mayoría rueda los ojos. Yo también.

No rodé los ojos el domingo cuando Gonzalo pausó. Acababa de leer que la mejor manera de lidiar con la ira es, primero, alejarse de la situación que sacó de quicio al individuo y, segundo, identificar qué fue lo que incitó esta reacción. Dejó el libro junto a su cadera desnuda, cerró los ojos, inspiró profundo. Le pregunté si estaba bien. Dijo que sí, me rasqué el cuello, y noté que me había salido una peca bajo el ombligo.

Después de botar el chicle azul, la boca de Gerard sigue inmersa en el color. Se para, junta los talones y, dándome la espalda, hace un saludo militar. Gerard, le digo, please go back to your seat. Grita que no entiende inglés. Le señalo su asiento. Le repito la frase. Regresa a su silla saltando como una liebre en drogas, si es que las hay. Pero no las hay. Solo hay Gerard. Le pregunto a la clase, intentando ignorar los golpes de Gerard contra la mesa, si se acuerdan de las tres reglas que establecimos la primera semana del semestre. Sara, una niña con lentes y colmillos grandes, levanta la mano. Cuando la miro, baja la mano, voltea hacia la ventana y cierra los ojos. Luego Daniel, el más bajito, dice ¡yo yo yo! In English, please, Daniel y dice ok ok y enumera las reglas: 1. Respect 2. English only 3. One minute of silence. Le digo que very good, sonríe. Gerard lanza un maullido como de cinco gatos mojados. Subo las cejas, digo su nombre. Luego, les pregunto si se acuerdan qué debemos hacer en el minuto de silencio y Ricard, el pelirrojo relleno, machuca en un inglés casi inentendible que deben shut up y concentrarse en sus sentiments. Asiento con la cabeza intentando ignorar los ligeros codazos que Gerard le está pegando a Miriam, la única latinoamericana de la clase.

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Pasaron algunos minutos de silencio, yo mirando mi peca, pensando de dónde proviene una peca, un lunar, o cualquiera de esas manchas que tiene la piel. Me pregunto si las pecas pueden ser cancerígenas y de pronto Gonzalo me dice que eso de alejarse de la situación que provoca la ira podía ser buena idea. Asentí y lo miré, los ojos, la barba. Es guapo. Tiene dos pecas en la cara, una debajo de cada ojo. Tosió. Se acordó de cómo una vez se peleó con Aranza en su luna de miel, y la dejó sola un par de horas en una montaña en Vietnam, antes de mudarse a Barcelona. Y también la dejó sola otro día entero, una primavera que fueron al Camino de Santiago, poco antes de la pelea final. Luego me habló de Mamela, su novia antes de Aranza, de una noche de fiesta playera en Margarita, cuando discutieron y él llenó la carpa con dos tobos de arena y le hizo la ley del hielo por tres días seguidos. Le dije, fingiendo indiferencia, que ah, que por eso conmigo eres así. Sonrió, frunció el ceño, y me preguntó que cuándo. Me volteé hacia él con la cabeza apoyada en la muñeca derecha y le dije a ver, por ejemplo. Le recordé esa vez en un callejón de Sants cuando estábamos borrachos e intenté pararme de cabeza y me imitó y se cayó y gritó que era mi culpa y se fue en un taxi a su casa. O la vez en que se paró de la rabia de la mesa del restaurant sirio cuando le pedí que fuese mi novio y empezó a batir sus brazos asegurándome que él era un halcón, nada de novio de nadie. O el día en que invité a tres profesoras del colegio a bailar salsa con nosotros al lugar de los viernes, y me aseguró que eso era una falta de respeto, que quién me mandaba a invitar a otra gente sin preguntarle, y terminamos yendo mis amigas y yo, sin Gonzalo. O cuando, en Venezuela, en nuestra primera Navidad juntos, le gritó desenfrenadamente a su papá por no haber comprado el caucho para el carro mientras que el papá, cabizbajo y delgado, me miraba de reojo.

Después del minuto de silencio menos silencioso de la semana—Ricard dice happy y Laia, sentada junto a Miriam, susurra yes yes, happy—, les digo que hoy vamos a contar una historia juntos. Cojo una cartulina y un marcador verde del estante junto a la ventana, explico que voy a empezar con un dibujo y la primera oración de un cuento. Luego, cada uno tiene que ir agregándole algo, un objeto, un animal, lo que quieran, al dibujo y, al mismo tiempo, al cuento. In English, please. 

Pongo la cartulina en el suelo y comienzo a dibujar un árbol, mientras todos se acercan en medio círculo, o casi todos, porque de pronto oigo unos saltos en la esquina. Es Gerard, quien, extendiendo sus brazos frente a Daniel, salta y se ríe y grita qué cojones tienes tío, no puedes ser tan capullo. Miro a Gerard, apunto al suelo. Ten push ups. I said no Spanish. La primera clase, al decidir las tres reglas, acordamos que debían hacer diez planchas cada vez que hablaran en castellano, catalán, francés, chino, quechua, guaraní, o cualquier idioma que no fuera inglés. English only

Gerard frunce el ceño, me dice ok y se va al suelo. Hace diez planchas perfectas. Espero que así drene algo de energía, pero se para de un salto, va donde Daniel, y casi le roza la nariz con un puño, y otro y otro más. Daniel se asusta, retrocede. Todos miran a Gerard, me miran a mí. Alguien toca la puerta y entra: es Jordi, el profesor de Educación Física. Me dice en un inglés peor que el de los niños, que necesita hablar con Daniel. Daniel corre hacia él, salen juntos. Gerard se monta sobre una de las mesas y empieza a boxear contra el aire. La mesa tambalea. 

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Gerard, digo, primero en voz baja. Gerard, y ahora subo la voz, get off that table right now. ¡No entiendo inglés, no entiendo inglés! grita, riendo o escupiendo, acelerando el ritmo de los puños. Y entonces lo hago: Gerard, bájate de inmediato de la mesa. Tengo algo que decirte. Gerard se detiene, y me mira con la boca abierta, aún azul. Los demás también se sorprenden. Es la primera vez que hablo en castellano en la clase. Gerard se baja, susurrando algo que prefiero no escuchar, y se sienta, milagrosamente, en una silla. Les digo a todos que voy a hablar en castellano por los siguientes minutos. Es una excepción. Miro a Gerard. Gerard, te quiero contar una historia. Es la historia de un amigo muy cercano. Pero me tienes que escuchar con atención, ¿entendido? Es la única vez que te la voy a contar. Gerard me mira. Se muerde el labio inferior. Se agarra la mano derecha con la izquierda, patea el suelo un par de veces y asiente.

Gonzalo sonrió triste. Me dijo que se había olvidado de lo de la parada de cabeza en el callejón. Dijo que esto de la ira le pasa desde pequeño. Que una vez, en el colegio, estaba saliendo de clase con las manos llenas de carpetas y papeles, y que un amigo salió antes que él. Le pidió al amigo que por favor no cerrara la puerta y el amigo se rio, salió y la cerró. Gonzalo tuvo que dejar sus cosas, abrir la puerta, y volver a agarrarlas hasta llegar al siguiente salón, donde también estaba el amigo. Cuando entró, tiró todo al suelo y con un gesto repentino lo agarró del cuello. El amigo se puso morado, muy morado, más morado y se desmayó. ¿En serio? pregunté. ¿Y qué le pasó? preguntó Gerard. ¿Qué le pasó? Gonzalo subió y bajó los hombros, dijo que al amigo no le pasó nada, que llamaron a la ambulancia, pero ya se había despertado cuando llegó. A mí me botaron tres días del colegio, dijo. Silencio. Me reí. Le di un ligero empujón en el hombro. Eres un loquito. ¿Y qué te dijo tu mamá? Me respondió que no se acordaba. 

Gerard pregunta si ahora ese amigo del que le estoy hablando está en la cárcel después de ahorcar a su compañero, y le digo que no, que lo botaron del colegio unos días, pero que igual hay cosas muy difíciles que no incluyen una cárcel. ¿Cómo qué? pregunta Miriam. Como estar triste por mucho tiempo, les digo. O como el divorcio. Me responde el minuto de silencio más silencioso que he presenciado en el salón. Gerard me mira con los ojos más abiertos que nunca. Gerard, le digo, esto no te lo cuento para que tengas miedo. No vas a terminar en la cárcel. Pero mi amigo sigue un poco triste por lo que hizo, a sus treinta y dos años, porque nadie le enseñó a ver sus sentimientos cuando tenía tu edad. ¿Entienden por qué les cuento esto, no? ¿Ya entienden el one minute of silence? Todos asienten.

Qué fuerte, le dije, ya entiendo algunas cosas más de ti. Volví a echarme boca arriba y dije bueno, de repente puedes cambiarlo, por algo estamos leyendo esto, ¿no? Miré mi peca otra vez. Pensé en mi hermano. Pensé en el día en que conocí a Gonzalo, con mi falda larga y mi piercing recién hecho, él con su trabajo nuevo y sus papeles de divorcio en proceso. Gonzalo tosió y yo me paré para ir al baño. En el baño pensé y que, qué si Gonzalo se va a ese viaje a la India y no arregla nada. Qué si esos problemas surgen desde temprano, cuando un caudillo de la boca azul no tiene quien le dé un abrazo o le cuente un cuento.

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Gerard, mírame. No te preocupes, no te estoy diciendo nada tan malo, ¿ok? Mi amigo se encuentra cada vez mejor, ahora que está empezando a entender lo que le pasa. Se va a ir a un viaje muy lindo, luego va a abrir un restaurante, va a estar muy feliz, cada vez más. Solo estoy diciendo que tenemos que estar atentos a cómo nos sentimos. Antes de pegarle a alguien, antes de saltar a una mesa, tienes que entender qué estás sintiendo. Para eso estoy aquí, para ayudar. Y para enseñarles inglés. A alguien se le cae la cartuchera, un par de alumnas dicen shhhhhh. Gerard se para, camina hacia mí. No sé si va a pegarme. Aprieto el abdomen. Se acerca y se acerca, hasta que abre los brazos y me envuelve el tronco. Todos aplauden. Entra Daniel, y grita whas happenin, whas happenin! Le digo que Gerard will tell you later. Now, let’s continue with the class. 

Cuando salí del baño, Gonzalo ya no estaba en el sofá. Se había metido al cuarto pequeño. Volví a echarme. Después de un par de minutos, empecé a releer la parte del libro sobre la ansiedad. Me pregunté si quizás el problema de ira de Gonzalo es el mismo mío con la angustia. Él seguía en el cuarto. Dije su nombre, no respondió. Mientras me desabrochaba el sostén y me paraba del sofá, entró con los ojos muy rojos, vestido con ropa de ejercicio. Creo que voy a correr, me dijo. Necesito pensar en algunas cosas. Me le acerqué. Le acaricié la nuca, sus ojos muy cerca a los míos. ¿Quieres que me vaya? Se apartó para ponerse los zapatos junto a la puerta. No quería mirarme. Terminó de amarrárselos, cogió las llaves, me dio un beso en el ombligo, sobre la peca recién descubierta. Subí las cejas. ¿Estás bien? Creo que mejor me voy a mi casa. No, no. Por favor, quédate. Me encantaría que te quedes. Ya vuelvo. Y se fue.

Fue la mejor clase de inglés de la semana.

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Claudia Paredes Guinand was born in Arlington, Virginia. She lived in Venezuela and Perú until she settled in Barcelona to study Socio-Cultural Anthropology.  She is currently a PhD student in la Universidad Pompeu Fabra. She still isn’t fond of cats, hasn’t gone to the jungle for a while, loves Frida Kahlo (the myth), Raymond Carver’s “Intimacy,” “Tonada de luna llena” (the song) and squirrels. Currently, she is writting a collection of short stories about failure.