Para Esteban

Claudia Paredes Guinand

Me descubrió robándole pastillas en un vuelo de Bilbao a Caracas. Ella se fue al baño, yo metí la mano en su cartera, pero había cambiado las pastillas de lugar así que me tomó más tiempo encontrarlas. Ella me encontró rebuscando entre sus cosas. Habíamos venido a buscar un apartamento a ver si nos mudábamos juntos a España. El matrimonio estaba en la mira. Esa vez también me crucé por la calle con Eterusexy, y me invitó a tomar un café. El café se convirtió en una buena cantidad de marihuana, y el dato del mejor dealer en Bilbao. No hubo sexo, eso no. Yo siempre le fui fiel a Claudia.

Hace mucho que no caminaba. Pensé en la Eterusexy durante las primeras horas, luego el mar y las montañas la fueron alejando. Todo se empezó a sentir muy lejos. Incluso tú, Esteban, o tu recuerdo, el haberme enterado de repente que un aneurisma en el avión, que estado vegetal por dos días, que tu muerte. ¿Te acuerdas tú de algo? ¿Dónde estás ahora? ¿Sigues existiendo en un árbol o en alguna partícula de algo, o estás flotando sobre las nubes con tu sonrisa jodedora, o en verdad te volviste nada, absolutamente nada, ni siquiera una ola que revienta?

 ¿…o en verdad te volviste nada, absolutamente nada, ni siquiera una ola que revienta?

No sé, ¿qué quieres que te diga? Fue así. No lo planeé, se me ocurrió irme y me fui. Ahora todos se van, y yo que no, que no, y mírame aquí. El primer día que llegué, pasó lo de esta loca. Me la encontré en la calle. No la veía desde la vez que vine con Claudia, y de repente escucho su voz en una esquina, y me dice hombre, a los años. Y era Miriam Eterusexy, vestida toda de negro, entaconada, complemente sexy y desagradable. Le di un par de besos, hablamos muy poco, y terminamos en su apartamento, como cuando en la universidad. Volví a sentirme muy incómodo. Su idea de que yo era una especie de indígena venido de la selva, un animal latinoamericano que podía hacer todo lo que ella quisiera, me volvió a repugnar. El día después de ese encuentro fue que salí a caminar.

Camino e intento alejar el hecho de que te moriste. De que ya no podré contarte cara a cara que volví a ver a la Eterusexy, que me salió con una de sus guarradas sexuales, de las que nos daban asco y cosquillas. Recuerdo lo que te dije cuando vine a Bilbao: esto es como Caracas, pero le falta el toque de selva. Tú, en cambio, cuando me visitaste, dijiste que se parecía más a un pueblito bien cuidado. Que Caracas era otra vaina. Que en Caracas no había Eterusexys, al menos que fueran las de prostíbulo.

Nunca fuiste a un prostíbulo. ¿Te hubiese gustado? ¿Nos hubiésemos asqueado juntos, tomando whisky y jodiendo al Gordo viéndolo debajo de una tetona? 

Nunca fuiste a un prostíbulo. ¿Te hubiese gustado? ¿Nos hubiésemos asqueado juntos, tomando whisky y jodiendo al Gordo viéndolo debajo de una negra tetona? Mientras más me adentro, más difícil es regresar. Una tarde en Bilbao, tomando una cerveza en uno de los hostales, vi a una niña bailando, cantando y haciendo reverencias. Sus papás le exigieron más de una vez que se callara, que no molestara, pero ella siguió. Y, claro, se llamaba Claudia. Nunca antes había oído ese nombre en España. Me dieron ganas de llamar a Claudia. Pedirle que viniera conmigo a ese hostal, pedirle que me perdonara todo, jurarle que había cambiado, hacer que me salvara, rogarle que me salvara, ahora que ni siquiera estás tú para quitarme las drogas del bolsillo, o el jarabe de la tos.

Pedirle que viniera conmigo a ese hostal, pedirle que me perdonara todo, jurarle que había cambiado, hacer que me salvara, rogarle que me salvara…

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En España no venden ese jarabe. Lo prohibieron, se dieron cuenta del problemita de la codeína. Pero antes de salir a caminar, Eterusexy me regaló un poco de coca. Sé que me lo reprocharías. Sé que me dirías que me estoy haciendo daño, que tengo que parar. Cuántas veces me lo dijiste. Cuántas veces me lo habrá dicho Claudia. Antes de venir, dos días después de tu entierro, me encontré con su hermana. Me dijo que ahora está enamorada de un tipo que toma mucho y que baila merengue, que la trata bien, que tiene una empresa exitosa, que la quiere. Me dijo: está contenta, de verdad. Está contenta, contenta, contenta. Pero fuiste tú el que me enseñó que cada vez que alguien dice una palabra o una frase tres veces, es mentira.

Todos estamos tristes, incluso Eterusexy. Le salió un poco de celulitis, y no te imaginas el cuento con lujo de detalles que me echó sobre sus varios tratamientos, algas y sales y no sé cuánta huevonada para librarse de lo que ella llama «el arrugado monstruo». Me preguntó si le daba asco, le dije que ni siquiera lo había notado, y se emocionó tanto que me hizo la paja sin pedir nada a cambio. Imagínate. No me pidió nada, como lo hacía cuando yo aquí en la universidad y tú allá en el taller, oyendo por teléfono mis cuentos rápidos, resumidos y explícitos, porque hablar por más de cinco minutos era demasiado caro.

Camino y me drogo y me odio, sin saber cuándo acaba, sin saber por qué te moriste tú cuando yo estaba ya en el foso, cuando me tocaba a mí, el hermano mayor, el correctico que se volvió loco, el venezolano que se trastornó en España. Solo me queda pedirte que llueva otra vez y que no deje de llover y que me dejes llorar, como cuando nos abrazábamos de chiquitos escuchando los gritos de mi papá, o como cuando Eterusexy me dio ayahuasca en un contexto absolutamente no selvático y, en lugar de vomitar, lloré porque no encontraba mis pantalones, o como cuando encontré mi apartamento en Caracas vaciado de las cosas de Claudia.

Mi mamá está triste, mi papá está triste, tus amigos parecían zombies mientras el sacerdote daba las últimas palabras antes de que entraras al foso. ¿Te acuerdas de esos rodeos que le dábamos juntos al foso? Pero tú siempre fuiste más fuerte que yo. Probaste conmigo por primera vez las anfetaminas, pero no te gustaron. Para mí, en cambio, anfetaminas, coca, codeína, ya sabes. Por qué no.

Camino y estos bosques parecen querer hablarme, y no sé qué me dicen, o no quiero escuchar. En los días de lluvia, me imagino que lloro como me gustaría llorarte, llorar a Claudia, a Caracas, a todo eso que ya no está. Mi ciudad selva, llena de milagros suavecitos y leones asesinos, de motorizados entre árboles que parecen reinas, de risas descuajadas entre el cerro de El Ávila, que parece un terrible abrazo.

Mi ciudad selva, llena de milagros suavecitos y leones asesinos, de motorizados entre árboles que parecen reinas, de risas descuajadas entre el cerro de El Ávila, que parece un terrible abrazo.

No sé si volviste a hablar con Claudia después de que me dejara. Nunca volvimos a tocar el tema de Claudia; creo que sabías cuánto me hería pensarla. Ella no fue al entierro. No sé si te contó bien lo que pasó. No sé por qué siento que quiero contártelo, seas ángel o mierda de caballo o espuma. Ella la pasaba mal con unos ataques que le daban, esa ansiedad que describía tan bien con sus ojos enormes, que la paralizaba, que ni siquiera la dejaba ir a dar clases. Yo la ayudaba, le recomendé al psicólogo caraqueño sifrino que tú me recomendaste y al que le dije que yo iba todos, todos, todos los miércoles. Embuste, por supuesto. Le dije que no le comentara al psicólogo que me conocía, que no quería que la situación se pusiera rara, ni que nuestra relación interfiriese con el tratamiento. Me dijo okey. Y la cosa se puso seria, del psicólogo la mandaron al psiquiatra, mientras que entre nosotros la cosa también cada vez más seria y pronto se vino a vivir a mi apartamento. No era fácil esconder mis salidas nocturnas a las farmacias a comprar el jarabe de la tos, ni las conversaciones con el dealer por teléfono, y ella no era idiota. Me pedía que parara, por favor, yo le decía que nunca más, nunca más, nunca más ni una sola droga más. A ella el psiquiatra le recetó ansiolíticos. Unas pastillitas redondas, rosadas y pequeñas. Y a mi mente se le prendió el bombillo: un ansiolítico de Claudia a escondidas no podría caerme nada mal. Me ayudaría seguro. Uno se convirtió en unos cuantos, en robárselos cómo y cuándo pudiera, incluso después de que los comenzó a esconder.

Todo pasa en mi mente, los árboles pasan con mis pasos, algunos caminantes me saludan, se dan cuenta que no quiero hablar, siguen. El mar, arrullando a lo lejos, me hace pensar que no es buena idea entrar al baño de ese albergue y sacar el polvo que me queda, que de repente lo boto entre dos de esas flores amarillas, que quizás todo esto es sueño y estás vivo y nada nunca pasó.

Pero todo sigue pasando, Esteban. Todo sigue pasando.

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Claudia Paredes Guinand was born in Arlington, Virginia. She lived in Venezuela and Perú until she settled in Barcelona to study Socio-Cultural Anthropology.  She is currently a PhD student in la Universidad Pompeu Fabra. She still isn’t fond of cats, hasn’t gone to the jungle for a while, loves Frida Kahlo (the myth), Raymond Carver’s “Intimacy,” “Tonada de luna llena” (the song) and squirrels. Currently, she is writting a collection of short stories about failure.

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